No pudo morir de viejo


El violín comenzó a sonar, a mi mente llegó el recuerdo de lo sucedido el 6 de septiembre de 2008 y se abrieron las compuertas de mis ojos.

Las lágrimas no cesaban de fluir y en la memoria los acontecimientos del final de la vida de mi padre se entrelazaban en segundos. Se cumplían 38 meses de su muerte y el deseo porque ese momento le llegara con la vejez se vio frustrado por el cáncer de estómago y la voluntad de Dios.

Las notas musicales seguían sonando y en mi cabeza apenas pensaba “mi padre murió”, mientras su imagen permanecía fija. El desenlace se produjo tres meses y 14 días después que le fuera detectado el cáncer. Casi con precisión milimétrica los médicos habían advertido sobre la consecuencia de una enfermedad muy avanzada y solo un milagro podría revertir su final.

No entendí por qué en ese preciso momento confluyeron los recuerdos del día de su muerte. Más temprano en la mañana, como lo había hecho en los domingos de los últimos 3 años y dos meses (salvo en tres ocasiones por razones de fuerza mayor) fui a visitar su tumba y no había tenido ese efecto. Era 6 de noviembre y justo un día como ese, hace 38 meses, se habían acabado 68 años de vida.

No sabía si reclamar nuevamente una razón para tener claridad sobre ese desenlace, lo había hecho anteriormente sin una respuesta definitiva y creo que nunca la habrá, porque siempre aparecerá la única sobre la cual no se puede pelear: simplemente fue la voluntad de Dios.

Transcurrieron más de 15 minutos y el recuerdo enjuagado de lágrimas acompañaron ese momento que no entendí, pero era mejor dejarlo fluir porque hacía parte de un dolor que no ha podido superarse, pero que prefiero sentirlo para entender cada momento que transcurrió desde ese 23 de mayo cuando los médicos entregaron los resultados de los exámenes que dejaban ver la magnitud del cáncer de estómago.

Fueron tres meses y 14 días de un vértigo absurdo. Acompañarlo a sus citas médicas y verlo con el ánimo de ganar esta batalla se contraponía a una verdad que yo conocía de antemano y determinaba que el final de sus días llegaría en un tiempo que los propios especialistas habían calculado con excesiva e inquietante precisión.

Siempre guardé la esperanza que ese tiempo médico fuera aniquilado por la fe de quienes a diario elevábamos una oración. La batalla la ganó la lógica de un desenlace producto de la tardía detección de su enfermedad. Cada día se iba yendo más y la incapacidad por revertir ese futuro cercano hacía de los días y de las noches un escenario de cuestionamientos nunca tuvieron respuesta.

Sería interminable narrar los momentos más relevantes de esos meses de angustia pero quedaron pegados a mi vida como una demostración que sus últimos 106 días fueron la máxima expresión de dolor, que a veces debió ser disimulado para que su fe, aún viva, le hiciera pensar que un pronto adiós se podría diluir en un tiempo que le permitiera cumplir su sueño: morir de viejo.

El dolor que sentí este domingo, en el que se plegó a mi memoria la muerte de mi padre, fue tan fuerte que de mis ojos salieron lágrimas que terminaron cuando aquel violín, interpretado magistralmente, dejó de sonar.

Comentarios

Anónimo ha dicho que…
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Anónimo ha dicho que…
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